La puerta se cerró. Sonido seco. Final. Sin reverberación. Te quedaste parado en el centro de la sala mirando el espacio donde había estado su cuerpo tres segundos antes. Ese espacio tenía peso. Masa. Densidad. Afuera la temperatura era de menos cuatro grados Celsius. Estocolmo en febrero. Ella se iba a París. Ciudad de luz. Ciudad de sueños. Vos te quedabas acá. En la congelada.
Las cosas que dejó: una remera blanca, un cepillo de dientes azul, tres libros que nunca terminó, dos tazas de cerámica, un arito de plata, una bufanda gris, un frasco de crema hidratante, el cargador de su celular, cuatro fotos en tu teléfono, dos mil cuatrocientos diecisiete mensajes guardados, un perro collie de cuatro años llamado Toronja que pesaba veintidós kilos y medio, un espacio en la cama del lado derecho que medía exactamente noventa centímetros de ancho y ciento noventa de largo.
La primera noche dormiste del lado que siempre fue tuyo pero tu cuerpo en algún momento de la madrugada buscó el calor del otro lado. Encontró sábanas frías. Esa temperatura específica que tienen las cosas que nunca fueron tocadas. Catorce grados Celsius. Entre el sueño y la vigilia no recordabas que se había ido. Pensaste que estaba en el baño. En la cocina tomando agua. Te quedaste esperando el sonido de sus pasos. Dieciocho segundos del baño a la cama. Veintidós desde la cocina. Los pasos nunca llegaron. La espera se convirtió en un amanecer gris que entró por la ventana a las seis y cuarenta y tres de la mañana. Cuando finalmente abriste los ojos te acordaste. Toronja estaba echado al lado de la puerta. Mirando la puerta. Esperando.
El teléfono. Lo revisás cada cinco minutos el primer día. Cada tres el segundo. Cada minuto el tercero. Día cuatro: sesenta y ocho veces antes del mediodía. Agarrás el teléfono. El nombre de ella no está. Ningún mensaje. Ninguna llamada perdida. Ninguna notificación. Revisás sus redes sociales. Instagram. Facebook. Twitter. Su último estado de WhatsApp cambió hace cuatro horas. «Disponible». Escribís un mensaje. Lo borrás. Escribís otro. Lo borrás. «Hola». Borrar. «¿Cómo estás?». Borrar. «Te extraño». Borrar. «¿Podemos hablar?». Borrar. «Creo que cometimos un error». Borrar. «Volvé». Borrar. Treinta mensajes escritos en una hora. Treinta mensajes borrados. Cero mensajes enviados. El cementerio en tu teléfono crece.
En el trabajo tu cuerpo está sentado en la silla de oficina a ochenta y siete centímetros de altura. Tus manos escriben emails. Trece emails en la mañana. Ninguno los recordás. Tu boca habla en reuniones. Cuatro reuniones. Ciento veintiocho minutos. No sabés de qué hablaron. Pero estás en un bucle continuo reproduciendo conversaciones. La última pelea. La del restaurante italiano. La del cumpleaños de tu hermana. La del viernes a la noche cuando te dijo que no podía más. Buscás el momento exacto. La palabra exacta. El gesto exacto. El punto de quiebre. Cada recuerdo es una autopsia. Cada palabra una incisión. Cada gesto una muestra de tejido bajo el microscopio.
Instagram. Entrás a su perfil. Primera vez del día: siete de la mañana. Segunda vez: siete y cuarto. Tercera: siete y media. Perdés la cuenta después de la vigésima. Hacés zoom en sus fotos buscando detalles. Una sombra en el fondo. Una mano que no es de ella. Un reflejo en el vidrio. Un comentario de alguien que no conocés. Usuario nuevo. Cuenta privada. Lo seguís. No te acepta. Buscás el usuario en Google. En Facebook. En LinkedIn. No existe. O existe pero no querés que exista. Toronja te mira desde el sofá. Cada vez que abrís Instagram te mira. Como si supiera. Una noche la llamás. Dos y cuarto de la madrugada. Borracho. Cinco cervezas. Tres tragos de whisky. Tono. Dos tonos. Tres. Cuatro. No atiende. Cortás antes del buzón. Cinco minutos después volvés a llamar. Tono. Dos tonos. No atiende. Cortás. Dejás un mensaje de voz. Cuarenta y siete segundos. No recordás qué dijiste pero tu voz suena como la voz de alguien ahogándose. Entrecortada. Sin aire. Al día siguiente escuchás el mensaje. La palabra «te» aparece dieciséis veces. La palabra «perdón» aparece ocho veces. La palabra «por favor» aparece once veces. La palabra «volvé» aparece una vez al final. Borrás el mensaje. No borrás el mensaje. Lo guardás en una carpeta separada. «Mensajes para nunca escuchar». Hay otros tres ahí.
Ella te escribe. Tres horas después. «Llamaste?». Seis letras. Un signo de pregunta. Tu corazón late a ciento treinta y dos pulsaciones por minuto. Las manos te tiemblan. Escribís. Borrás. Escribís. Borrás. «Sí, perdón, fue sin querer». Enviás. Tres puntos. Está escribiendo. Los tres puntos duran ocho segundos. Desaparecen. Nada llega. Esperás. Cinco minutos. Diez. Veinte. Nada. La remera de ella. Blanca. Talle S. Algodón cien por ciento. Comprada en H&M hace dos años. Doblada en el tercer cajón de la cómoda. Lado derecho. Abajo de tus remeras. No abrís ese cajón. Primer día: no lo abrís. Segundo día: lo abrís. Sacás la remera. La olés. Huele a su shampoo. Herbal Essences. Fragancia coco. También huele a su perfume. Chanel Mademoiselle. Y a su piel. Ese olor que no tiene nombre. La ponés sobre tu almohada. Dormís con la remera al lado. Toronja salta a la cama. Se acuesta del otro lado. En los noventa centímetros vacíos. Tercer día: la olés otra vez. El olor es más débil. Cuarto día: más débil todavía. Quinto día: casi no huele a ella. Huele a guardado. A tiempo. A pasado. Día seis: la volvés a doblar. La guardás. Cerrás el cajón.
Instagram. Nueva foto de ella. Publicada hace tres horas. Está en París. Torre Eiffel de fondo. Café en la mano. Boina negra. Está sonriendo. Descripción: «Persiguiendo sueños». Ciento ochenta y dos likes. Diecinueve comentarios. No leés los comentarios. Cerrás Instagram. Lo abrís. La misma foto. Hacés zoom. El café es de Café de Flore. Buscaron juntos ese café en Google Maps hace un año. Ella dijo que algún día iría. Fue. Sola. Sin vos.
Carla. La conociste un jueves. Amiga de un amigo. Linda. Metro sesenta y cinco. Pelo castaño. Ojos marrones. Simpática. Primera cita: un bar. Cerveza para vos. Gin tonic para ella. Hablaron durante dos horas. Ella habló el sesenta por ciento del tiempo. Vos el cuarenta. Te hizo reír tres veces. Vos la hiciste reír dos. Al final de la noche la besaste. O ella te besó. No estás seguro. Su boca no es la boca de ella. Su lengua no es la lengua de ella. Se mueve diferente. Sabe diferente. A menta. Ella sabía a cigarrillo y café. Siempre. Incluso cuando no fumaba. Incluso cuando no tomaba café. La primera vez que Carla va a tu casa Toronja la ignora. Se queda echado en su lugar. Mirando la puerta.
Un martes te cruzás con ella. Calle Drottninggatan. Altura quinientos. Dos y media de la tarde. Temperatura: menos siete grados. Ella camina en dirección contraria. Está de vuelta. París no funcionó. O sí funcionó. No sabés. Camina con alguien. Un chico. Metro setenta y ocho aproximadamente. Pelo oscuro. Campera de jean. Le tiene la mano en la cintura. Esa familiaridad. Ese gesto que vos conocías. Cuando te ve te saluda. Hola. Sonrisa. Tensa. Educada. Vos saludás. Hola. También sonreís. También tenso. También educado. Este es Martín. Mucho gusto. Esta es Carla. Mucho gusto. Qué tal. Bien. Vos. Bien también. Hace cuánto. Tres meses. Ah. Sí. Y Toronja. Bien. Está bien. Bueno. Nos vemos. Nos vemos. No se besan. Ni siquiera un beso en la mejilla. Antes siempre había un beso en la mejilla. Hola beso. Chau beso. Ahora no. Ahora nada. Ni siquiera eso.
Toda la conversación duró cuarenta y dos segundos. Dijiste diecisiete palabras. Ella dijo quince. Martín dijo tres. Carla dijo cinco. Seguiste caminando. Cincuenta metros después Carla te preguntó si estabas bien. Estás bien. Todo bien. Perfecto. Esa noche abriste Instagram. Su perfil. Primera vez en dos semanas. Foto nueva. Del martes. Calle Drottninggatan. Con Martín. Están sonriendo. Descripción: «De vuelta en casa». Trece comentarios. Ciento cuarenta y siete likes. París no fue para siempre. Volvió. A Estocolmo. A la congelada. Pero no a vos. Cerraste Instagram. Abriste WhatsApp. Su contacto. Última vez en línea: hace cinco minutos. Escribiste. «Me alegro por vos». Borraste. «Espero que seas feliz». Borraste. Preferirías perder contacto. Perderte para siempre. Olvidar su existencia. Borrar su número. Bloquearla en todas las redes. Desaparecer. Que desaparezca. No escribiste nada.
Carla se convierte en tu novia. No lo hablaron oficialmente. Pero es tu novia. La ves tres veces por semana. Martes. Jueves. Sábado. A veces domingo. Te gusta. O te gusta que te guste alguien. O te gusta no estar solo. Es difícil diferenciar. No podés imaginarte con otra persona que no sea ella. Pero ella ya no es una opción. Entonces estás con Carla. Que no es ella. Primera vez que te dice te amo: dos meses y medio después de la primera cita. Viernes a la noche. Después de coger. Vos le decís yo también. No sabés si es verdad. No sabés si es mentira. No sabés qué es el amor después de ella. Ya no estás tan seguro qué significa el amor. O estar enamorado. O si alguna vez lo supiste. Toronja se acostumbró a Carla. Le mueve la cola. Le lame la cara. Pero cuando Carla se va y te quedás solo Toronja vuelve a su lugar. Echado al lado de la puerta. Mirando la puerta.
Un día limpiás tu casa. Encontrás cosas: la remera blanca, el cepillo de dientes azul, el arito de plata, el frasco de crema. Todo en una bolsa. Bolsa de consorcio negra. Diez kilos de capacidad. La bolsa pesa setecientos gramos. No es mucho. No es nada. Es todo lo que quedó. La dejás en el pasillo. Dos días en el pasillo. Al tercer día la sacás. Contenedor de la esquina. Se fue. Junto con ella se fue algo más. Algo que no tiene peso. Que no se puede medir. Que no tiene nombre. Toronja se quedó. Veintidós kilos y medio. Cuatro años. Collie. Lo que ella dejó que respira.
Seis meses después te cruzás con ella otra vez. ICA Supermarket. Sección verduras. Cuatro de la tarde un miércoles. Ella está sola. Carrito con: lechuga, tomates, papas, pimientos rojos, zanahorias. Cuando te ve sonríe. Esta vez la sonrisa es diferente. Menos tensa. Más genuina. Hola. Hola. Qué hacés por acá. Compras. Yo también. Silencio. Tres segundos. Te veo bien. Gracias. Vos también. Cómo estás. Bien. Saliendo con alguien. Sí. Martín. Sí. Vos. Sí. Carla. Ah. Me alegro. Yo también. Y Toronja. Bien. Está bien. Me alegro. Silencio. Cinco segundos. Bueno. Nos vemos. Nos vemos. Cuidate. Vos también. Conversación: noventa y tres segundos. Dijiste treinta y dos palabras. Ella dijo veintiocho. Cuando se fue notaste que no sentiste nada. O sentiste algo muy pequeño. Algo del tamaño de un recuerdo. Del tamaño de una cicatriz. Algo que está ahí pero que ya no duele. O duele diferente. Como duelen las cosas viejas.
Hay días que la extrañás. Días enteros. Días donde revisás su perfil cada hora. Donde escuchás canciones que escuchaban juntos. Donde recordás cosas buenas. Su risa. Su forma de dormir. Cómo te miraba. Su arte. Pintaba. No era buena. Lo sabías. Ella lo sabía. Pero igual pintaba. Cuadros abstractos. Colores sin forma. Formas sin sentido. Los tenías colgados en tu casa. Los sacaste cuando se fue. Están en el placard. Guardados. No los tiraste. Extrañás su arte malo. Extrañás tu falta de inspiración cuando estaban juntos. Porque cuando estaba ella no necesitabas crear. No necesitabas buscar. Estaba todo ahí. Y hay días donde hablás con ella. Mensaje casual. Cómo estás. Bien y vos. Bien. Y en esos días todas las razones por las cuales se separaron se hacen evidentes. Su forma de contestar. Seca. Directa. Fría. Su forma de no preguntar realmente. De no escuchar. De estar ahí sin estar. Y recordás por qué terminó. Recordás las peleas. Las discusiones. Los silencios. La distancia. Y en esos días no la extrañás. En esos días pensás que preferís estar solo. Que preferís el vacío. Que el vacío es mejor que estar con alguien que no te ve.
Esa noche Carla te dice que necesita hablar. Restaurante sueco. Gamla Stan. El mismo donde fuiste con ella hace dos años. Carla pide köttbullar. Vos pedís sill. Carla come la mitad. Vos comés todo. Carla te dice que no puede más. Que está cansada. Que siente que no estás realmente ahí. Que cuando la mirás estás mirando a otra persona. Que cuando la besás estás besando a otra persona. Que se lo dijiste en sueños. Dos veces. El nombre de ella. Te disculpás. Carla dice que no es tu culpa. Que ella entendía. Que al principio pensó que podía. Pero no puede. Nadie puede. Dice que el sexo está bien pero que siente que no significa nada para vos. Que cogés con ella pero pensás en otra. Tenés ganas de decirle que el sexo está sobrevalorado. Que ya no significa lo que creías que significaba. Que tal vez nunca significó nada. No le decís nada.
Te quedás en silencio. Seis segundos. Ocho. Diez. Carla llena el silencio. Dice que está bien. Que no es tu culpa. Que simplemente no funcionó. Que tal vez sea ella. Que tal vez seas vos. Que tal vez sean los dos. Tenés ganas de decirle que los que se aman se odian. Que el amor y el odio son lo mismo. Que la línea es tan delgada que no existe. Que amaste a ella y también la odiaste. Que probablemente por eso terminaron. Pero no le decís nada. Solo asentís. O tal vez todo sea una excusa. Tal vez te aferrás al pasado porque te da miedo seguir adelante. Porque es más fácil quedarse en lo conocido. Aunque lo conocido duela. Aunque lo conocido sea un vacío. Tal vez Carla tiene razón. Tal vez nunca estuviste realmente ahí. Tal vez todas estas cosas que pensás sobre el amor y el odio y el sexo son solo formas de justificar que no podés soltar. Que no querés soltar. Que preferís el fantasma de ella al cuerpo real de Carla. Pero no decís esto. No decís nada.
Pagás la cuenta. Seiscientos cincuenta coronas. Propina: cincuenta coronas. Total: setecientas coronas. Salís del restaurante. Diez de la noche. Hace frío. Menos nueve grados. Carla te abraza. Treinta segundos. Te suelta. Se va. Taxi. No te das vuelta. No mirás el taxi alejarse. Te quedás parado en la vereda. Cuatro minutos. Cinco. Seis. Empezás a caminar.
Llegás a tu casa. Once y cuarto. Abrís la puerta. Toronja está echado en su lugar. Al lado de la puerta. Cuando te ve se levanta. Mueve la cola. Te sigue hasta la habitación. Se sube a la cama. Se acuesta en los noventa centímetros vacíos. Del lado derecho. Donde ella dormía. Donde Carla dormía. Donde nadie duerme. La cama es demasiado grande. El lado derecho está vacío. Noventa centímetros de ancho. Ciento noventa de largo. Menos veintidós kilos y medio de perro collie. Te acostás del lado tuyo. Mirás el teléfono. Abrís Instagram. El perfil de Carla. Última publicación: hace tres horas. Una foto. Está sonriendo. Se ve bien. Se ve aliviada. Descripción: «A veces soltar es cuidar». Cerrás Instagram. Abrís el de ella. Última publicación: hace dos días. París. Martín. Están en un museo. Se los ve felices. Ya no hacés zoom. Ya no buscás detalles. Cerrás Instagram.
Antes tenías su arte malo en las paredes. Sus cuadros sin sentido. Colores. Formas. Nada que signifique algo pero algo que estaba ahí. Y tenías tu falta de inspiración. Esa sensación de no necesitar crear porque ella era suficiente. Ahora no hay nada. No hay cuadros en las paredes. No hay inspiración. No hay falta de inspiración. No hay ella. No hay Carla. No hay nada en las paredes. Nada que mirar. Nada que sentir. Solo vacío. Vacío real. Vacío medible. Noventa centímetros de ancho. Ciento noventa de largo. Menos veintidós kilos y medio.
Dejás el teléfono en la mesa de noche. Te das vuelta. Mirás el techo. Contás las grietas. Hay siete. Las mismas siete de hace dos años. Las mismas siete de siempre. Toronja respira al lado tuyo. Veintidós respiraciones por minuto. Cerrás los ojos. En algún momento entre la vigilia y el sueño tu cuerpo busca el calor del otro lado de la cama. Encuentra pelo. Pelaje. Veintidós kilos y medio de collie. No sábanas frías. No catorce grados Celsius. Calor animal. No recordás que Carla se fue. Pensás que está en el baño. Esperás el sonido de sus pasos. Dieciocho segundos debería tardar. Veintidós si viene de la cocina. Los pasos no llegan. Abrís los ojos. Te acordás. Toronja te mira. Te lame la cara.
Hay cosas de Carla en tu casa: un cepillo de dientes rojo, dos libros, una campera, un par de zapatillas, su shampoo en la ducha, fotos en tu teléfono, mensajes guardados, un espacio en la cama del lado derecho que mide exactamente noventa centímetros de ancho y ciento noventa de largo, ahora ocupado por un perro collie de cuatro años que dejó ella, que no es de vos, que nunca fue de vos, que sigue esperando que ella vuelva cada vez que suena la puerta. Mañana vas a revisar el teléfono cada cinco minutos. Vas a escribir mensajes que no vas a enviar. Vas a abrir su perfil. Vas a ver fotos de París. De ella persiguiendo sueños. Mientras vos te quedaste acá. En Estocolmo. En la congelada. Con el perro de ella. Con las cosas de Carla. Con el vacío que tiene siempre la misma forma. Siempre pesa lo mismo. Siempre ocupa los mismos noventa centímetros de ancho y ciento noventa de largo en el lado derecho de la cama. Menos veintidós kilos y medio de algo vivo que respira y que tampoco entiende por qué ella se fue.
Y mañana va a empezar otra vez.